lunes, 22 de noviembre de 2010

¿Qué necesitamos los creyentes para tener éxito?

La idea de éxito que tenemos los creyente es muy diferente de la que puede tener una persona que no ha permitido que Cristo entre en su corazón y reoriente su vida. Para los creyentes, el éxito es fundamentalmente espiritual, aunque -como Salomón- también podamos recibir de parte de Dios compensaciones materiales.
Este éxito tiene que ver con la acumulación de riquezas en el cielo, donde ningún ladrón puede robarlas y donde no hay nada que las destruya. Pero para alcanzarlo, se requiere seguir lo que la Palabra de Dios nos enseña.
En principio, es sencillo y práctico lo que Dios propone para que tengamos éxitos espirituales; no tenemos que esforzarnos, Dios lo hará por nosotros. El problema es que nuestra naturaleza es rebelde (Romanos 3:23), nos cuesta mucho permitir que Dios nos guíe.
¿Cuántas veces nos sorprendemos a nosotros mismos haciendo las cosas en nuestras propias fuerzas, sin haber antes consultado a Dios, ni haberle pedido su ayuda para que se resuelvan de la mejor manera?
Esta rebeldía, este no dejarse guiar, este querer hacer las cosas como nos gusta o nos parece que deben ser, le sucede en ciertos moementos aún a los creyentes más experimentados. Ocurre cuando más pretendemos conocer algo o "saber cómo deben ser las cosas", es decir, cuando confiamos en nosotros mismos y lo que sabemos, y se nos olvida que nuestro corazón es engañoso (Jeremías 17:9). Nos proponemos metas y luchamos por alcanzarlas sin darnos cuenta que, a veces, esas mismas metas (buenas a nuestros ojos) no son las de Dios, que ve mucho más allá de nuestros ojos (Isaías 55:8).
A pesar de nuestra fe, a veces no pasamos las pruebas, porque nos afanamos por alcanzar lo que queremos, nos inquietamos, y a veces, ¡hasta nos enojamos con Dios! porque no logramos nuestros objetivos. En muchos casos somos impacientes. Olvidamos que la impaciencia y el orgullo van de la mano. Nos desgastamos y desviamos del precioso plan que Dios tiene para nuestra vida.
Pocas veces, cuando lo que deseamos no sucede, nos damos cuenta que nosotros somos el principal obstáculo para alcanzar el éxito.
Conociéndonos como nos conoce, sabiendo de lo que somos capaces y de lo que no, Dios quiere otro destino para nosotros. Por lo tanto, aunque nos permite elegir, también nos va a corregir, y hasta tiene siempre disponible su perdón ante nuestro arrepentimiento, ofreciéndonos una manera de reencauzarnos a través de su Palabra.
El éxito para el creyente reside en buena medida en que no se empecine en hacer las cosas a su manera, y que tampoco se oriente hacia cosas vanas. La Biblia, que es la Palabra de Dios, nos enseña que nuestros afanes, motivados en deseos mundanos, son vanidad.
La vida es más que la comida y el cuerpo que el vestido.
Lucas 12:25
Si ponemos nuestra meta en el reino de Dios, vemos que lo que nos beneficia no es ni el esfuerzo que hacemos en nuestras propias fuerzas, ni las súplicas equivocadas, pidiéndole a Dios cosas contrarias a su amor para con nosotros. El éxito del creyente se puede alcanzar, o mejor dicho, se va alcanzando a lo largo de su vida, si se entrega a Jesucristo y aprende a resistir los embates de su naturaleza pecadora.
Buscando y aprendiendo a amar a Dios a través de Cristo, con todo el corazón y con toda el alma, aprendemos a reconocer cuál es la meta verdadera, en qué reside la clave del éxito: en el supremo llamamiento de Dios.
A este llamamiento se acude por medio de la fe. Como todo lo que es de Dios, nunca cambia, aunque se expresa de manera diferente en la vida de cada creyente.
Aquellos que buscan el reino de Dios y dejan que él los guíe, no sólo alcanzan la meta, sino que les son añadidas muchas más cosas (Lucas 12:31).
El llamamiento de Dios es para todos, pero algunos no lo pueden oír, porque el mundo y sus afanes (Marcos 4:18 y 19), como la maleza que ahoga la buena planta crecida de buena semilla...

Te hacen divagar de las razones de la sabiduría.
Proverbios 19:27

Pero aquél que oye su voz, y abraza esa voz, el que bebe esa Palabra y se entrega a su Señor, tiene éxito y acumula tesoros celestiales para toda la eternidad. En Cristo todo eso es posible y en el Espíritu Santo está el buen consejo.
Así, aunque nuestros pensamientos se agolpen y tengamos que luchar contra nuestro orgullo, siempre hay un consejo acertado y lleno de amor de parte de Dios, para que podamos alcanzar esos tesoros, pues está dicho:

Muchos pensamientos hay en el corazón del hombre, mas el consejo
de Jehová prevalecerá.

Proverbios 19:21

Cuando los creyentes buscamos y escuchamos el consejo de Dios, con fe en su infinita sabiduría y con un amor que nos acerque a su perfecto amor, cuando nos ponemos a su disposición y somos dóciles y mansos, ávidos de seguir su Palabra, nuestro éxito está garantizado y las coronas dispuestas,esperándonos,pues:

Todo aquel que lucha, de todo se abstiene; ellos, a la verdad para
recibir una corona corruptible, pero nosotros, una incorruptible.

1a. Corintios 9:25

He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la
fe.Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará
el Señor Jesús, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a
todos los que aman su venida.

2a.Timoteo 4: 7 y 8

Bienaventurado el varón que soporta la tentación; porque cuando
haya resistido la prueba, recibirá la corona de vida, que Dios ha
prometido a los que le aman.

Santiago 1:12

Y cuando aparezca el Príncipe de los pastores, vosotros recibiréis
la corona incorruptible de gloria.

1a. Pedro 5:4.

Estas y otras coronas nos esperan a los creyentes que en todo hayamos sido fieles y que hayamos aceptado la misericordia de Dios con la misma humildad con que nos dirigimos a él, el día que le entregamos a Jesús nuestro corazón. Nuestro éxito no es de este mundo, nuestro éxito no consiste en ser más que otro ni en tener una posición privilegiada, sino en haber aprendido a servir y amar a Dios con ese mismo amor ágape, que él ha derramado sobre nosotros y que Cristo demostró en la cruz, al sacrificarse para que muchos pudieran salvarse.

sábado, 13 de noviembre de 2010

Poema 16 La Biblia

Quiero seguir y seguir leyendo, oyendo, viendo,
quiero seguir y seguir creyendo.
En tí aprendí que las palabras
pueden ser caricias de amor
o gemidos de indecible dolor.

Quiero seguir y seguir leyendo, oyendo, viendo,
quiero seguir y seguir creyendo.
En la tinta tu voz no se esconde
y en el papel se sustenta,
tus palabras tienen siempre un destino
que nuestra alma alimenta.

Quiero seguir y seguir leyendo, oyendo, viendo,
quiero seguir y seguir creyendo.
Te he buscado, y ahora sé dónde
se encuentra la clave de mi sino;
mi alma se contenta
porque no me amas por mis obras,
sino que en tu gracia está mi camino.

Quiero seguir y seguir leyendo, oyendo, viendo,
Quiero seguir y seguir creyendo.

Inseguridad y fe


Hace unos años estaba en un hotel en Playa del Carmen (en Quintana Roo, México) cuando entró el huracán Vilma. Al principio, el viento provocaba un ruido ensordecedor: los objetos que arrastraba chocaban entre sí o contra los edificios. El mar estaba embravecido. Resguardada en una vivienda bien construida, no dejaba de preguntarme si resistiría frente a las fuertes ráfagas de aire que llegaban desde todas direcciones. Era inevitable pensar en la fragilidad de nuestra existencia y en que todo lo que la humanidad había hecho no servía frente a un huracán como ese y un mar embravecido.
Cuando el huracán pasó, salí –como los demás- y me encontré con un panorama devastado: automóviles chocados, calles en las que el agua corría como si fueran canales, edificios destruidos, y hasta una alberca y una caseta de baños volteados sobre la playa (el viento los había arrancado y arrastrado hasta dejarlos allí). Mi esperanza de pasar unos días placenteros de sol y mar, se había transformado en un sorprendente recorrido bajo un cielo aún nublado, entre árboles sin hojas, ramas atravesadas en las aceras, edificios dañados, turistas que trataban de salir de allí como fuera, y gente del pueblo, que consideraba lo que había perdido y se ponía a trabajar en la reconstrucción. Fue una experiencia que no busqué, pero de la cual estoy satisfecha por todo lo que me enseñó.
Toda la ciencia del hombre no pudo contener la fuerza del huracán Vilma, no pudo prever que se “estacionaría” en Playa del Carmen por varias horas, y tampoco puede evitar los terremotos, los tornados, las erupciones volcánicas o las trombas marinas. En general se nos habla de los avances de la ciencia, pero poco se dice de las cosas que ésta no puede resolver.
¿Qué es lo que sí nos estaba diciendo la ciencia en ese momento? Lo que al ver la devastación que produjo el huracán se confirma una vez más: que nada en este mundo es para siempre.
La ciencia avanzó en muchos campos y es indudable que sus logros son sorprendentes, pero eso no resuelve la inseguridad frente al mundo. Para contrarrestarla, generalmente se busca la seguridad en las cosas materiales, cosas que la sociedad y los hombres valoran, como si eso bastara: poseer dinero, tener una vivienda, disponer de bienes, alargar la expectativa de vida, tener un empleo fijo, etc.
Sin embargo, a pesar de la abundancia material que han alcanzado algunos, sus problemas no se reducen, porque siempre existen, tanto la sensación de que no bastan como el temor de perderlos. Cuando creemos haber hallado alguna forma de protección definitiva, esta se revierte en más inseguridad; todos nuestros esfuerzos son vanos: ni siquiera se puede huir de los problemas, porque estos están en todas partes.
¿Será que estamos buscando seguridad de una manera equivocada?
Es evidente que, si todos buscan algo en un mismo lugar poniendo en juego todos los recursos, y no encuentran nada, ese “algo” no está ahí. No se necesita ciencia para entenderlo, sino un poco de sentido común. En el conocimiento científico de las cosas materiales no está la solución a la inseguridad, porque sabemos que estos conocimientos son temporales y que todo acaba. Entonces: ¿Dónde buscar esa anhelada seguridad? ¿Dónde hallarla?
La experiencia humana permite intuir ese “dónde”. En ella no todo es material, sino que en los momentos de estar en familia o con amigos, de descanso, de admirar un atardecer, de ver una obra de arte o de sentarnos a mirar las olas en la inmensidad del mar, podemos desplegar cierta sensibilidad espiritual. A este mundo espiritual no solemos prestarle la atención que merece, o le damos una atención desviada hacia “lo que nos gusta”, que nos reconduce al mundo material, y nos impide profundizar en el espiritual.
Las diversas culturas reconocen ese mundo espiritual, pero equivocan el acceso a él, lo circunscriben al deleite artístico, a la filosofía o a la religión, y al hablar de lo espiritual se dirigen fatalmente a lo material: desarrollan costumbres implantadas por los propios hombres, admiran obras de arte, adoran imágenes de piedra, madera o metal, crean jerarquías sociales que se distinguen entre sí como los militares por sus galones; en una palabra, circunscriben y argumentan la realidad sin entenderla.
El desarrollo de la espiritualidad no es sencillo, no requiere “muletas”, no está anclado a los objetos, y requiere un acercamiento a Dios. ¿Quiere decir esto que lo material es malo en sí mismo?
El desarrollo de la espiritualidad no implica la negación de lo material, sino que ofrece una plataforma diferente para acceder al mundo material. El acceso al mundo espiritual es la fe en Dios.
Sin Dios parecería que nuestra existencia estaría fatalmente ligada a la inseguridad, el miedo y la destrucción. Sin embargo, Dios nos descubre que hay algo que perdura eternamente: el amor (1ª. de Corintios 13:8). Y aún más, él nos ama y nos ha proporcionado una oportunidad de trascender, de ser salvos. Ser salvo significa ser de Dios y para Dios. La forma de alcanzar la salvación es a través de la fe en Jesucristo (Juan 14:6).
La fe no es algo material, no se puede intercambiar entre las personas y no se puede negociar: se tiene fe o no se la tiene. La fe es “la certeza de lo que se espera, la convicción de los que no se ve” (Hebreos 11:1) y permite conocer la realidad más allá del mundo de los objetos y las relaciones sociales.
La fe en Dios y la posibilidad de establecer una relación personal con él, tienen un soporte material (pero es sólo un soporte). Éste es la Biblia. Si, la que muchos tienen en su casa y no tantos leen. La Biblia, impresa en papel o en una pantalla de computadora, es mucho más que palabras ordenadas en oraciones y párrafos. La Biblia es el medio a través del cual Dios nos habla.
La Biblia es la Palabra de Dios, y por ello, lo importante no es el material de que está hecha, sino lo que nos dice. Eso que nos dice no son las palabras, las letras y los espacios en blanco, sino lo que todo eso significa; es el alimento espiritual cotidiano para el creyente.
La Biblia no sólo cuenta cómo se creó el mundo (Génesis), sino que también dice cómo acabará el mundo (Apocalipsis), y agrega algo impresionante: indica de qué manera y a través de quién, se pasa de este mundo a otro (Juan 3:1 a18) en el que existe una perfecta paz, una total armonía y una comprensión clara de la verdad y la vida (Isaías 32:1 a 4, 35:1 a 10).
Además, en la Biblia Dios nos dice que nos ama. Ese amor se demuestra en un supremo sacrificio (la crucificción de Jesús), para que todo aquél que crea que el Mesías vino a este mundo para que tuviéramos acceso a ese otro universo que es el reino de Dios, pueda salvarse y tenga vida eterna (Juan 3:16). Por eso, los Evangelios significan que “el reino de Dios se ha acercado” y muestran el camino a seguir para obtener la salvación y desarrollar una vida espiritual.
Jesucristo, el anunciado y esperado Mesías, murió en la cruz y dio su sangre en rescate por nuestros pecados. Ese hecho material (la muerte en la cruz) fue necesario para hacer posible la salvación, que es un hecho espiritual y que el creyente alcanza por medios espirituales, aunque también tiene manifestaciones materiales, porque el creyente va experimentando cambios importantes en su vida que lo acercan al carácter de Cristo.
Pero mucha gente había padecido muerte en la cruz ¿Por qué Jesús fue el Redentor? Porque él nació y vivió sin pecado, y por lo tanto, era el único apto (el Cordero de Dios sin mancha), que sabía cómo y tenía la capacidad,para redimir nuestros pecados con su santidad. Nacido de Dios y encarnado, el Hijo del Hombre, al resucitar, hizo posible que todo aquél que en él cree pueda salvarse y tener vida eterna. Él protagonizó el acto de amor más completo que el hombre haya conocido jamás; el acto supremo, que apacienta todas las inquietudes, calma todos los dolores, y elimina todas las inseguridades.
Por eso, mientras unos buscan la seguridad en las cosas materiales sin hallarla, los creyentes encuentran la paz en su relación con Dios a través Jesucristo.
Sin importar los huracanes, las tormentas y otros desastres naturales, sin importar tampoco las crisis sociales, ni la fragilidad de la ciencia o las trampas que la política provoca en el mundo, sin importar las circunstancias personales por las que uno atraviesa, por encima de todo eso, Dios proporcionó al creyente el reposo de la fe. Reposo, seguridad, confianza, que se tienen en Cristo Jesús.
La “roca” sobre la cual se sostiene firme y seguro el creyente, no es una piedra, es Jesucristo el Rey de Reyes, resucitado, poderoso, alimentando nuestra fe, guiándonos, protegiéndonos, enseñándonos y llevándonos al abrigo eterno y seguro, a la casa de Dios –su reino- donde nos tiene preparada habitación (Juan 14:2) conforme a su Palabra.