sábado, 23 de abril de 2011

El mandamiento de Cristo en la última cena

Y Jesús dijo: “Conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor unos con otros” (Juan 13:35). Este mandamiento se aplica directamente a quienes hoy formamos la Iglesia, porque en ella todos somos discípulos y siervos de Cristo.
¿En qué consiste ese amor? Si en la iglesia hay murmuraciones, celos o contiendas, no hay amor; si unos se creen mejores que otros, no hay amor; si existen discriminación, favoritismo, acusaciones y falta de perdón, no hay amor; si hay egoísmo, si somos parcos en dar, no hay amor; si escatimamos nuestro tiempo y nuestro dinero para la obra misionera de la iglesia, no hay amor; si guardamos resentimiento y rencor, no hay amor. “El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca deja de ser;” (Juan 13: 4 a 8a).
Dios nos ha dado espíritu de poder, de amor y de dominio propio (2ª. De Timoteo 1:7) para que los ejercitemos; pero ante todo, debemos ejercitar el amor, porque el amor es el vínculo perfecto (Colosenses 3:14). El amor en el seno de la iglesia la hace relumbrar como una luminaria, y su resplandor atrae a todo aquel que percibe esa luz, que no es sino un reflejo de la luz de Dios (Filipenses 2:15).
¿Por qué podemos amarnos? Porque Dios nos amó primero (1ª. Juan 4:19) y derramó abundantemente su amor en nosotros, de modo que al repartirlo no lo perdemos, sino que lo aumentamos (como cuando Jesús multiplicó los panes y los peces). Además, no debemos olvidar que el amor cubrirá todas las faltas (Proverbios 10:12) y nos enseñará a perdonar, y a descubrir todas las cualidades de aquellos que amamos, porque el amor no hace mal al prójimo (Romanos 13:10), sino que si notamos que nuestro prójimo se equivoca, en vez de acusarlo o comentar con otros su falta, debemos orar para que Dios le haga ver esa falta a su tiempo. Si por algo nos irritamos con nuestro prójimo, debemos buscar reconciliarnos con él, sin importar “quién tuvo la culpa” (Mateo 5:24), porque todos tenemos diferencias y todos cometemos errores, pero el amor mutuo nos acerca, nos cobija y nos permite arrepentirnos, facilitando la posibilidad de que en Cristo podamos enmendarnos.
Jesús nos dio este mandamiento: que nos amemos los unos a los otros, como él nos ha amado (Juan 13:34), y ese amor tiene que verse primeramente en la iglesia y en el hogar de los creyentes, entre sus miembros, en la existencia diaria de aquellos que forman la familia y el cuerpo de Cristo. Entendamos que la amistad y el cariño de hoy entre los miembros de la iglesia están cimentados en la eternidad. Nunca los perderemos, ellos serán nuestro tesoro (Juan 14:3).
Meditemos, más bien, en nuestra falta de amor, y pidamos a Dios que aumente nuestro amor para que se cumpla en nosotros lo que el apóstol Pablo recomendaba a la iglesia de los corintios: “Todas vuestras cosas sean hechas con amor” (1ª. Corintios 16:14).