martes, 8 de febrero de 2011

LA FIDELIDAD DEL MENSAJERO

El testimonio de Juan el Bautista es importante en la formación del carácter de todos los creyentes, porque este hombre excepcional, desde su nacimiento hasta su muerte, fue fiel a la misión que Dios le encomendó: él tuvo la tarea de preparar la llegada del Mesías, y además, también tuvo el privilegio de bautizar a Jesús con agua en el Jordán y ser su amigo.
En el Viejo Testamento, los profetas y algunos hombres entregados a la fe e inspirados por Dios, dijeron que vendría el Mesías (Emanuel, Dios con Nosotros) para dar esperanza de salvación a la humanidad. Este hecho, que sería el acontecimiento más grande que vería el hombre, no debía ocurrir mientras las personas estuvieran afanadas en su vida material; era necesario un avivamiento espiritual para que prestaran atención a este maravilloso suceso, y Dios envió su mensajero: Juan fue quien tuvo a su cargo esa delicada misión.
La presencia de Juan, el mensajero, fue algo muy especial, que profetizaron Isaías (Isaías 40:3) y Malaquías (Malaquías 3:1a), y su vida, aunque breve, fue tan importante para el cumplimiento del misterio de la salvación, que a él hacen referencia todos los Evangelios (Mateo, Marcos, Lucas y Juan).
¿Qué nos dicen los Evangelios sobre Juan?
En el Evangelio escrito por Lucas se da información detallada sobre su nacimiento, y se dice que Zacarías y su mujer, Elisabet (Lucas 1:5 y 6), ambos ya entrados en años, habían deseado mucho tener un hijo, pero no habían podido porque ella era estéril; este matrimonio era profundamente creyente, y Elisabet era prima de María (la madre de Jesús). La historia que cuenta cómo llegó al mundo Juan se inicia un día en el que, mientras Zacarías ofrecía incienso en el santuario del Señor, se le apareció un ángel y le dijo que sus oraciones habían sido escuchadas por Dios, y que su mujer tendría un hijo al que debían llamar Juan, el cual sería grande delante de Dios y lleno del Espíritu Santo. Ese niño, además de dar regocijo a sus padres, andaría con el espíritu de Elías “para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto” (Lucas 1:11 a 17).
Pero Zacarías dudó de lo que decía el ángel, por lo cual éste le dijo que quedaría mudo hasta que se cumpliera lo que había dicho (Lucas 1:18 a 20). Zacarías enmudeció, pero Elisabet –que sí creyó- quedó encinta. Cinco meses se recluyó Elisabet guardando su embarazo, y el sexto mes llegó a visitarla María, su prima, quien guardaba en su vientre a Jesús. Cuando ambas mujeres se saludaron, Elisabet exclamó: “Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre. ¿Por qué se me concede esto a mí, que la madre de mi Señor venga a mí? Porque tan pronto como llegó la voz de tu salutación a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre” (Lucas 1: 41 a 44). Esta cita da testimonio de que la amistad de Juan y Jesús estaba mucho más allá de la comprensión de las cosas cotidianas, en un plano espiritual que los mantenía cercanos aún antes de nacer.
Ocho días después del nacimiento del hijo de Zacarías y Elisabet, presentaron al niño en el templo para su circuncisión; cuando le preguntaron a su madre cuál era el nombre que le iban a poner, ella dijo Juan (Zacarías no podía hablar), ante lo cual dudaron de ella, pues ni el padre ni otros familiares tenían ese nombre. Le pidieron entonces a Zacarías que escribiera en una tablilla el nombre del niño, y puso: Juan, y todos se maravillaron, y Zacarías entonces recuperó el habla. Lo acontecido corrió de boca en boca, y la gente se preguntaba quién sería ese niño (Lucas 1:57 a 66).
Agradeciendo a Dios por el nacimiento de Juan y por haber sido perdonado y volver a hablar, Zacarías profetizó: “Y tú, niño, profeta del Altísimo serás llamado; porque irás delante de la presencia del Señor, para preparar sus caminos; para dar conocimiento de salvación a su pueblo, para perdón de sus pecados, por la entrañable misericordia de nuestro Dios, con que nos visitó desde lo alto la aurora, para dar luz a los que habitan en tinieblas y en sombra de muerte; para encaminar nuestros pies por camino de paz” (Lucas 1:76 a 79).
Los sucesos tan especiales que rodearon a Juan desde el momento en que se anunció su nacimiento a Zacarías, se debieron a que Dios lo escogió y lo envió a dar un mensaje muy especial; él vino para dar “testimonio de la luz, a fin de que todos creyesen por él. No era él la luz, sino para que diese testimonio de la luz” (Juan 1:6 a 8). Y a medida que crecía era evidente que “la mano del Señor estaba con él” (Lucas 1:66b).
Juan se inició como predicador cuando vino a él palabra de Dios indicándole lo que debía hacer, y él fue fiel a lo que Dios le encomendó (Lucas 3:1 a 3). La tarea de Juan no fue fácil, pues su deber era incitar a los hombres para que se arrepintieran y reconocieran ante el Creador sus pecados, rectificando el camino andado. Así, él tenía que anunciar la llegada del Mesías preparando los corazones, a fin de que los hombres reconocieran sus errores y transgresiones, y se cumpliera el mandato divino: “Todo valle sea alzado, y bájese todo monte y collado; y lo torcido se enderece, y lo áspero se allane” (Isaías 40.4).
Juan fue un hombre muy sencillo (Mateo 3:4, Marcos 1:6) que predicaba anunciando la Palabra de Dios y bautizaba con agua para arrepentimiento (Mateo 3:11) en Jerusalén, Judea y alrededor del Jordán (Mateo 3:5). El Bautista preparó el camino de la fe, abrió brecha en medio de una generación descreída, sacudió el orgullo, llamó al arrepentimiento, bautizó, formó discípulos, entregando totalmente su vida a Dios. En sus predicaciones, se refería al Mesías diciendo: “El que de arriba viene es sobre todos; el que es de la tierra, es terrenal, y cosas terrenales habla; el que viene del cielo es sobre todos. Y lo que vio, y oyó, esto testifica; y nadie recibe su testimonio. El que recibe su testimonio, este atestigua que Dios es veraz. Porque el que Dios envió, las palabras de Dios habla; pues Dios no da el Espíritu por medida, el Padre ama al Hijo, y todas las cosas ha entregado en su mano” (Juan 3:31 a 35).
Mas refiriéndose a la gente que se acercaba a él, les enseñaba diciendo: “Y ya también el hacha está puesta a la raíz de los árboles; por tanto, todo árbol que no da buen fruto se corta y se echa al fuego. Y la gente le preguntaba diciendo: Entonces, ¿qué haremos? Y respondiendo, les dijo: El que tiene dos túnicas, dé al que no tiene; y el que tiene de comer, haga lo mismo” (Lucas 3:9 a 11). A los publicanos que querían ser bautizados, les decía que no exigieran más de lo ordenado; a los soldados, les recomendó no hacer extorsión ni calumnia a nadie, y contentarse con su paga (Lucas 3:12 a 14).
Algunas veces, cuando Juan hablaba, decía verdades que podían parecer muy duras, y algunas de ellas irritaban a ciertos pecadores que se creían “buenos”, y sin embargo no respetaban la ley. Pero él no se detenía ante ellos, porque su misión requería que los hombres reconocieran sus pecados, clamaran a Dios por el perdón, fueran bautizados y enderezaran sus caminos; así, no vacilaba en decirles a los fariseos y saduceos que acudían para ser bautizados sin un verdadero espíritu de arrepentimiento: “¡Generación de víboras! ¿Quién os enseñó a huir de la ira venidera?” (Mateo 3:7b, Lucas 3:7).
A pesar de tener enemigos entre los fariseos y la jerarquía religiosa, entre el pueblo Juan era muy reconocido, y muchos lo seguían, aunque la gente no sabía bien quién era, y se preguntaban si sería profeta, el propio Elías o el Mesías (Lucas 3:15). Sus enemigos –los fariseos, sacerdotes, levitas- lo abordaron una vez en Betábora, al otro lado del Jordán, porque también tenían las mismas dudas, y así le preguntaron quién era, y dijo no ser Elías, ni un profeta, ni el Cristo, sino: “Yo soy la voz de uno que clama en el desierto: Enderezad el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías” (Juan 1:19 a 24). Ante esa respuesta continuaron preguntándole por qué bautizaba, y Juan respondió: “Yo bautizo con agua; mas en medio de vosotros está uno a quien vosotros no conoceis. Este es el que viene después de mí, el que es antes de mí, del cual yo no soy digno de desatar la correa de su calzado” (Juan 1:25 a 27).
Un día en que Juan estaba bautizando en el Jordán, se presentó ante él Jesús para que lo bautizara también a él, y Juan “se oponía, diciendo: Yo necesito ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí? Pero Jesús respondió: Deja ahora, porque así conviene que cumplamos toda justicia” (Mateo 3:13 a 15). Y una vez que lo hubo bautizado y subió del agua, los cielos fueron abiertos y el Espíritu de Dios, como paloma, descendió sobre Jesús, en tanto que una voz de los cielos decía: “Este es mi hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3:16 y 17/Marcos 1:10 y 11/Lucas 3:21b y 22/Juan 1:32 y 34). Al día siguiente, estando Juan con dos de sus discípulos, vio a Jesús y señalándolo les dijo: “He aquí al Cordero de Dios”, y los discípulos se acercaron a Jesús, y éste los recibió y le siguieron (Juan 1:35 a 39). Así, Juan encaminó hacia Jesús sus discípulos, no actuando como un maestro celoso, sino como un mensajero fiel, …aunque fue más que un mensajero.
Algunas personas no entendían que Juan cediera sus discípulos y su popularidad a Jesús, y se lo dijeron, mas él les respondió: “El que tiene la esposa es el esposo; mas el amigo del esposo, que está a su lado y le oye, se goza grandemente de la voz del esposo; así pues, este mi gozo está cumplido” (Juan 3:29). Juan fue realmente, además del mensajero, el amigo de Jesús. Porque en él se observa ese amor precioso del que habla Pablo en la 1ª. Epístola a los Corintios: “El amor es sufrido, es benigno, el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo soporta” (1ª. Corintios 13:4 a 7).
Sin embargo, esa maravillosa persona que fue Juan, no pudo seguir por más tiempo su preciosa labor de anunciar al Cristo, aunque eso ya no era necesario porque Jesús mismo atraía multitudes, hacía milagros y las acercaba a la salvación. Herodes el tetrarca, encarceló a Juan debido a que éste condenaba su situación de pecado, pues mantenía relaciones ilícitas con Herodías, la mujer de su hermano Felipe. Estando preso, Juan envió a Jesús algunos de sus discípulos para ver si era a él a quien tanto esperaban; y esto, debido al celo al cumplir su cometido: anunciar la venida del Mesías. Cuando regresaron los discípulos confirmando que Jesús era el Hijo de Dios, el esperado Cristo, Juan reposó con la certeza de haber cumplido cabalmente con lo que se le había encomendado, pues como había dicho: “Es necesario que él crezca, pero que yo mengue” (Juan 3:30).
Sabiendo que Juan estaba prisionero en la cárcel de Herodes, Herodías –esposa de Felipe y amante de Herodes su hermano- aprovechó un momento favorable, para lograr que por intermedio de su hija Salomé, Juan fuera finalmente decapitado (Mateo 14:3 a 12). Sus discípulos enterraron su cuerpo, y cuando la triste noticia llegó a Jesús, se fue a un lugar desierto y apartado. Juan, el amigo del esposo, el fiel mensajero, ya no estaba aquí.
¿Qué nos muestra la vida de Juan?
Más allá de las anécdotas, están los rasgos de su personalidad que se destacan a través de los testimonios y enseñanzas que nos deja su vida, entre los que se destacan:
• Fe y amor a Dios sobre todas las cosas, porque fue constante en su amor a Dios y en el cumplimiento de su mandato hasta los últimos instantes de su vida.
• Humildad, pues reconoció la diferencia entre su bautismo y el bautismo con el Espíritu Santo que dio Jesús; porque nunca mostró orgullo, sino que aún en los momentos en que más gente lo seguía, sólo se presentó como la “voz del que clama en el desierto”, reconociendo la preeminencia de Jesús, y porque aceptó su destino mostrando mansedumbre y obediencia a Dios.
• Veracidad, porque reconvino a los hombres por sus pecados, sin importar si eso hacía peligrar su vida.
• Amistad, porque como él mismo dijo, el amigo del esposo se goza viéndolo feliz.
• Generosidad, ya que dio a Jesús a sus mejores discípulos y le cedió su popularidad entre la gente del pueblo.
• Entrega, que se manifestó, por ejemplo, cuando le dijo a sus discípulos hacia el final de sus días: “Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe” (Juan 3:30).
La vida Juan tiene para nosotros, los creyentes, un gran valor, pues muestra aspectos del carácter que nosotros tenemos que ir desarrollando y que iremos alcanzando, puestos lo ojos, como él lo hacía, en Jesús. Su amor a Dios, su entrega a Jesucristo, su humildad, su fidelidad, el constante compromiso con el cumplimiento de la tarea que le había sido encomendada, son un buen ejemplo de cómo debe ser nuestra vida. Juan el Bautista fue tan importante en la tierra, que de él dijo Jesús: “De cierto os digo, Entre los varones que nacen de mujer no se ha levantado uno mayor que Juan el Bautista (…) él es aquel Elías que había de venir” (Mateo 11:11 y14b).