sábado, 13 de noviembre de 2010

Inseguridad y fe


Hace unos años estaba en un hotel en Playa del Carmen (en Quintana Roo, México) cuando entró el huracán Vilma. Al principio, el viento provocaba un ruido ensordecedor: los objetos que arrastraba chocaban entre sí o contra los edificios. El mar estaba embravecido. Resguardada en una vivienda bien construida, no dejaba de preguntarme si resistiría frente a las fuertes ráfagas de aire que llegaban desde todas direcciones. Era inevitable pensar en la fragilidad de nuestra existencia y en que todo lo que la humanidad había hecho no servía frente a un huracán como ese y un mar embravecido.
Cuando el huracán pasó, salí –como los demás- y me encontré con un panorama devastado: automóviles chocados, calles en las que el agua corría como si fueran canales, edificios destruidos, y hasta una alberca y una caseta de baños volteados sobre la playa (el viento los había arrancado y arrastrado hasta dejarlos allí). Mi esperanza de pasar unos días placenteros de sol y mar, se había transformado en un sorprendente recorrido bajo un cielo aún nublado, entre árboles sin hojas, ramas atravesadas en las aceras, edificios dañados, turistas que trataban de salir de allí como fuera, y gente del pueblo, que consideraba lo que había perdido y se ponía a trabajar en la reconstrucción. Fue una experiencia que no busqué, pero de la cual estoy satisfecha por todo lo que me enseñó.
Toda la ciencia del hombre no pudo contener la fuerza del huracán Vilma, no pudo prever que se “estacionaría” en Playa del Carmen por varias horas, y tampoco puede evitar los terremotos, los tornados, las erupciones volcánicas o las trombas marinas. En general se nos habla de los avances de la ciencia, pero poco se dice de las cosas que ésta no puede resolver.
¿Qué es lo que sí nos estaba diciendo la ciencia en ese momento? Lo que al ver la devastación que produjo el huracán se confirma una vez más: que nada en este mundo es para siempre.
La ciencia avanzó en muchos campos y es indudable que sus logros son sorprendentes, pero eso no resuelve la inseguridad frente al mundo. Para contrarrestarla, generalmente se busca la seguridad en las cosas materiales, cosas que la sociedad y los hombres valoran, como si eso bastara: poseer dinero, tener una vivienda, disponer de bienes, alargar la expectativa de vida, tener un empleo fijo, etc.
Sin embargo, a pesar de la abundancia material que han alcanzado algunos, sus problemas no se reducen, porque siempre existen, tanto la sensación de que no bastan como el temor de perderlos. Cuando creemos haber hallado alguna forma de protección definitiva, esta se revierte en más inseguridad; todos nuestros esfuerzos son vanos: ni siquiera se puede huir de los problemas, porque estos están en todas partes.
¿Será que estamos buscando seguridad de una manera equivocada?
Es evidente que, si todos buscan algo en un mismo lugar poniendo en juego todos los recursos, y no encuentran nada, ese “algo” no está ahí. No se necesita ciencia para entenderlo, sino un poco de sentido común. En el conocimiento científico de las cosas materiales no está la solución a la inseguridad, porque sabemos que estos conocimientos son temporales y que todo acaba. Entonces: ¿Dónde buscar esa anhelada seguridad? ¿Dónde hallarla?
La experiencia humana permite intuir ese “dónde”. En ella no todo es material, sino que en los momentos de estar en familia o con amigos, de descanso, de admirar un atardecer, de ver una obra de arte o de sentarnos a mirar las olas en la inmensidad del mar, podemos desplegar cierta sensibilidad espiritual. A este mundo espiritual no solemos prestarle la atención que merece, o le damos una atención desviada hacia “lo que nos gusta”, que nos reconduce al mundo material, y nos impide profundizar en el espiritual.
Las diversas culturas reconocen ese mundo espiritual, pero equivocan el acceso a él, lo circunscriben al deleite artístico, a la filosofía o a la religión, y al hablar de lo espiritual se dirigen fatalmente a lo material: desarrollan costumbres implantadas por los propios hombres, admiran obras de arte, adoran imágenes de piedra, madera o metal, crean jerarquías sociales que se distinguen entre sí como los militares por sus galones; en una palabra, circunscriben y argumentan la realidad sin entenderla.
El desarrollo de la espiritualidad no es sencillo, no requiere “muletas”, no está anclado a los objetos, y requiere un acercamiento a Dios. ¿Quiere decir esto que lo material es malo en sí mismo?
El desarrollo de la espiritualidad no implica la negación de lo material, sino que ofrece una plataforma diferente para acceder al mundo material. El acceso al mundo espiritual es la fe en Dios.
Sin Dios parecería que nuestra existencia estaría fatalmente ligada a la inseguridad, el miedo y la destrucción. Sin embargo, Dios nos descubre que hay algo que perdura eternamente: el amor (1ª. de Corintios 13:8). Y aún más, él nos ama y nos ha proporcionado una oportunidad de trascender, de ser salvos. Ser salvo significa ser de Dios y para Dios. La forma de alcanzar la salvación es a través de la fe en Jesucristo (Juan 14:6).
La fe no es algo material, no se puede intercambiar entre las personas y no se puede negociar: se tiene fe o no se la tiene. La fe es “la certeza de lo que se espera, la convicción de los que no se ve” (Hebreos 11:1) y permite conocer la realidad más allá del mundo de los objetos y las relaciones sociales.
La fe en Dios y la posibilidad de establecer una relación personal con él, tienen un soporte material (pero es sólo un soporte). Éste es la Biblia. Si, la que muchos tienen en su casa y no tantos leen. La Biblia, impresa en papel o en una pantalla de computadora, es mucho más que palabras ordenadas en oraciones y párrafos. La Biblia es el medio a través del cual Dios nos habla.
La Biblia es la Palabra de Dios, y por ello, lo importante no es el material de que está hecha, sino lo que nos dice. Eso que nos dice no son las palabras, las letras y los espacios en blanco, sino lo que todo eso significa; es el alimento espiritual cotidiano para el creyente.
La Biblia no sólo cuenta cómo se creó el mundo (Génesis), sino que también dice cómo acabará el mundo (Apocalipsis), y agrega algo impresionante: indica de qué manera y a través de quién, se pasa de este mundo a otro (Juan 3:1 a18) en el que existe una perfecta paz, una total armonía y una comprensión clara de la verdad y la vida (Isaías 32:1 a 4, 35:1 a 10).
Además, en la Biblia Dios nos dice que nos ama. Ese amor se demuestra en un supremo sacrificio (la crucificción de Jesús), para que todo aquél que crea que el Mesías vino a este mundo para que tuviéramos acceso a ese otro universo que es el reino de Dios, pueda salvarse y tenga vida eterna (Juan 3:16). Por eso, los Evangelios significan que “el reino de Dios se ha acercado” y muestran el camino a seguir para obtener la salvación y desarrollar una vida espiritual.
Jesucristo, el anunciado y esperado Mesías, murió en la cruz y dio su sangre en rescate por nuestros pecados. Ese hecho material (la muerte en la cruz) fue necesario para hacer posible la salvación, que es un hecho espiritual y que el creyente alcanza por medios espirituales, aunque también tiene manifestaciones materiales, porque el creyente va experimentando cambios importantes en su vida que lo acercan al carácter de Cristo.
Pero mucha gente había padecido muerte en la cruz ¿Por qué Jesús fue el Redentor? Porque él nació y vivió sin pecado, y por lo tanto, era el único apto (el Cordero de Dios sin mancha), que sabía cómo y tenía la capacidad,para redimir nuestros pecados con su santidad. Nacido de Dios y encarnado, el Hijo del Hombre, al resucitar, hizo posible que todo aquél que en él cree pueda salvarse y tener vida eterna. Él protagonizó el acto de amor más completo que el hombre haya conocido jamás; el acto supremo, que apacienta todas las inquietudes, calma todos los dolores, y elimina todas las inseguridades.
Por eso, mientras unos buscan la seguridad en las cosas materiales sin hallarla, los creyentes encuentran la paz en su relación con Dios a través Jesucristo.
Sin importar los huracanes, las tormentas y otros desastres naturales, sin importar tampoco las crisis sociales, ni la fragilidad de la ciencia o las trampas que la política provoca en el mundo, sin importar las circunstancias personales por las que uno atraviesa, por encima de todo eso, Dios proporcionó al creyente el reposo de la fe. Reposo, seguridad, confianza, que se tienen en Cristo Jesús.
La “roca” sobre la cual se sostiene firme y seguro el creyente, no es una piedra, es Jesucristo el Rey de Reyes, resucitado, poderoso, alimentando nuestra fe, guiándonos, protegiéndonos, enseñándonos y llevándonos al abrigo eterno y seguro, a la casa de Dios –su reino- donde nos tiene preparada habitación (Juan 14:2) conforme a su Palabra.

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