viernes, 22 de octubre de 2010

Poema 15

Tú eres el faro que muestra los peligros,
el que nos guía hacia el lugar seguro,
a través de las tormentas de la vida.
Tú nos conduces con tus destellos
por la senda trazada sobre el agua.

En tu luz he puesto mi confianza;
luz de lámpara que no se apaga,
blancura derramada en nuestras almas,
consuelo, sanación y gracia.

Al mar retaste y creaste un arcoiris,
con docilidad las olas te responden,
dejaste en la Escritura las palabras
como estelas de amor, como señales.

Ante tí las brumas se disipan,
y el aire nos deja oír un canto:
llega desde la iglesia, tu iglesia, que te alaba.
Y en el momento preciso,
en etereo vuelo,
surcan el cielo las almas blancas...

viernes, 15 de octubre de 2010

Preguntas y respuesta

¿Dios mío, cuánto tiempo tarda en ablandarse un corazón? Si los discípulos de Jesús, viendo diariamente los milagros de Cristo y recibiendo sus enseñanzas tardaron tanto (Marcos 16:14), ¿cuánto más nos tardaremos nosotros?
¿Cómo crecerá nuestra fe hasta mover montañas y andar confiados en el mar?
¿Cómo llegaremos a tener el precioso carácter de Cristo?
¿Cómo será eso, si en la iglesia y en nuestra vida personal seguimos tropezando?
La respuesta a estas preguntas exige fe en Jesucristo. La fe es "la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve" (Hebreos:11:1). Para tener fe en Jesucristo tenemos que rechazar nuestro orgullo; morir a nosotros mismos para vivir en él. Al creer en Jesucristo sabemos que cada una de estas preguntas tiene respuesta.
Tener fe no es fácil, porque el mundo constantemente nos distrae con sus tentaciones ¡y no le cuesta mucho trabajo! ya que el entretenimiento es una de sus especialidades.
Los discípulos tuvieron fe, cuando el Espíritu Santo se manifestó en ellos, porque el fruto del Espíritu es "amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza" (Gálatas 5:22 y 23). Por lo tanto, para aumentar nuestra fe, no contristemos al Espíritu Santo, sino invitémoslo a que sea nuestro guía hoy y siempre, para que nos vayamos perfeccionando hasta llegar a Jesucristo.
Al ir adquiriendo el carácter de Jesucristo, iremos cambiando, hasta que -cuando vivamos en el Señor- nuestro corazón se haya ablandado definitivamente. En ese tiempo nuestras dudas se habrán disipado, estaremos viviendo en armonía en la iglesia, y en lo personal, tendremos una gran paz y fuerza espiritual.
La iglesia y los creyentes alcanzarán esa perfección por la gracia de Dios y el sacrificio de nuestro Señor, que pagó con su sangre en la cruz para hacer real nuestra salvación. La respuesta a todas las preguntas se encuentra en la Biblia, que es la Palabra de Dios, y es accesible mediante la fe. Por tanto: "Escudriñad las escrituras..." (Juan 5:39) porque ellas son la respuesta.

viernes, 8 de octubre de 2010

EL BECERRO DE ORO

En Egipto, mucho después de la muerte de José, el pueblo judío era sojuzgado por los egipcios porque veían que se habían multiplicado mucho y prosperaba. Para impedir que se hiciera poderoso, Faraón había decretado, inclusive, que se sacrificara a todo hijo varón de padres judíos. Pero Dios tuvo misericordia del pueblo judío, y rescató a uno de esos niños, Moisés, quien jugaría un papel preponderante en la liberación del pueblo de Israel. No nos vamos a detener aquí en la vida de Moisés, sino que sólo trataremos un breve e importante momento de su vida, para profundizar, no en el conocimiento de Moisés, sino en las consecuencias de lo que el pueblo de Israel hizo durante una de sus ausencias.
Jehová había sacado al pueblo judío de Egipto, luego de dar diversas pruebas de su poder para demostrar que él y sólo él era Dios. Su pueblo no padeció el azote de las plagas, que Dios mandó sobre Egipto hasta lograr que Faraón los dejara partir en óptimas condiciones: al iniciar el éxodo, no sólo estaban todos, sino que se iban con todas sus pertenencias y con regalos, si bien es cierto que los egipcios no los habían dejado salir por su buena voluntad, sino espantados por las demostraciones del poder de Dios. Y luego que partieron, Faraón se arrepintió de haberlos dejado ir, y salió a perseguirlos. Jehová, protegiendo a su pueblo, abrió el mar Rojo para que escaparan de su perseguidor, y lo cerró sobre éste, destruyéndolo junto con todo su ejército (Éxodo 5 a 14).
Todas estas maravillas las vivió el pueblo de Israel, y aún más: una nube lo protegía del calor del desierto durante el día, y durante la noche, su luz lo acompañaba; cuando el pueblo tuvo sed le dio de beber, y cuando tuvo hambre, de comer. Todo su peregrinaje lo hicieron los judíos comandados por Moisés y Aarón su hermano, que actuaba como sacerdote. Moisés hablaba con cierta frecuencia con Dios, y el pueblo lo sabía y se mantenía alejado, debido al gran temor que las manifestaciones de Dios le producían.
En cierta ocasión en que Moisés se fue al monte Sinaí por más tiempo de lo que acostumbraba, ese pueblo ansioso, desmemoriado e ingrato, pensó que Moisés ya no regresaría más, y le pidió a Aarón que les hiciera un dios para que lo adoraran.
Aarón no intentó reconducirlos hacia Jehová, sino que aceptó la idea y mandó que se reunieran los zarcillos de oro de las mujeres y niños, para hacer un becerro de oro, un dios de fundición, hecho por manos humanas. Al terminar su obra, ellos adoraron a su ídolo, le ofrecieron holocaustos y se regocijaron con la obra de sus manos (Éxodo 32:1 a 6).
Esta no es una mera historia dentro del viaje que relata el libro del Éxodo. Si nos detenemos en este pasaje, en primera instancia nos parece inconcebible que el pueblo en tan poco tiempo haya olvidado los enormes milagros que Dios hizo ante sus propios ojos. ¡Qué clase de pueblo era ese!
Desgraciadamente, no era un pueblo distinto de nosotros. Este pasaje es una advertencia y una enseñanza para el creyente.
¿Cómo es eso?
Hoy en día no somos mejores que el pueblo de Israel, porque seguimos construyendo y adorando “becerros de oro”.
¿Cuándo?
Cuando creamos nuestros propios ídolos, ya sean artistas o deportistas famosos, o personas vivas o muertas a las que adoramos, o personajes que se presentan como súper exitosos por poseer dinero, poder o belleza.
Pero esta no es la única manera de idolatrar, puede ser también, que como el joven rico (Mateo 19:16 a 20) estemos pensando que Dios nos va a poner una estrellita en la frente por ser buenos. Si nos vivimos comparando con otros y estimando que somos mejores, que somos “buenos”, dejaremos de ver nuestros errores y podremos llegar a ser nuestro propio ídolo.
También existen ídolos más sutiles. Por ejemplo, los que se ocultan en la forma religiosa de entender nuestra relación con Dios, y que Jesús denunció haciendo referencia a lo que ya había dicho Isaías: Este pueblo de labios me honra, pero su corazón está lejos de mí. Pues en vano me honran, enseñando como doctrinas mandamientos de hombres. Porque dejando el mandamiento de Dios os aferrais a la tradición de los hombres (Marcos 7:6 a 8). En efecto, adoramos nuestras rutinas, nuestras propias ideas acerca de las cosas, sin tomar en cuenta lo que Dios dice; amamos más nuestro propio ingenio, que la sabiduría de Dios… y es facilísimo caer en la tentación de creernos “buenos”, “escogidos” o mejores que los demás. Quien actúa de este modo se está idolatrando.
Conociendo muchísimo mejor que nosotros este rasgo de nuestra naturaleza, Dios constantemente nos somete a diversas pruebas para que profundicemos en humildad, mansedumbre, misericordia, amor, perseverancia, fe, obediencia y amor al prójimo, para que vayamos aprendiendo a controlar nuestra tendencia a la idolatría.
¿Qué podemos hacer contra esta tendencia a la idolatría? Aumentar nuestra fe y nuestro amor a Dios es indispensable, pero además, podemos probar nuestros anhelos y deseos, escudriñar las escrituras, tratar de entender cuáles son las razones profundas que nos están moviendo a actuar, habiendo orado y pedido a Jesucristo que nos guíe y al Espíritu Santo que le hable a nuestra conciencia y a nuestro corazón. Esto podemos hacerlo sin temor, Dios espera que lo hagamos. Escuchemos a Dios firmemente asidos de la mano de Cristo, pues él nos ama y nos dice: No temas, porque yo estoy contigo; no desmayes, porque ya soy tu Dios que te esfuerzo; siempre te ayudaré, siempre te sustentaré con la diestra de mi justicia (Isaías 41:10).

martes, 14 de septiembre de 2010

¿Qué? ¿Dónde? ¿A quién? ¿Cuándo?

Los creyentes encontramos en la Biblia la respuesta a nuestras necesidades e inquietudes. La Biblia confirma la disposición amorosa de Dios para con nosotros y nos enseña, al mismo tiempo, a relacionarnos con él, a través de Jesucristo.
Un creyente "bebé" y uno que lee poco, tienen que ir fortaleciendo su conocimiento de la Palabra, para poder acceder a todas las promesas de Dios y beneficiarse de sus dones.
A Dios le agrada mantener contacto con nosotros, pero hay que aprender a hacerlo, y por más que nos invita a que recibamos la gracia y los dondes que tiene para nuestras vidas, muchas veces pedimos equivocadamente las cosas. Es bastante obvio que Dios no nos concederá cosas contrarias a sus mandamientos, como las siguientes: "Haz que Paco deje a Luli, y se haga mi novio", o "Quiero que X se muera, y sufra mucho por lo que me hizo", o "Ya sé que estuve mal, pero que nadie se entere"... y muchas otras cosas por el estilo.
Si nos parece que Dios no ha escuchado, reflexionemos: ¿qué pedimos y cómo lo hicimos? ¿por qué creemos que no nos contestó? Dios no hace acepción de personas, y quiere y puede contestar todas nuestras oraciones. Así que, si algo nos parece que no está funcionando en esta relación, lo más probable es que no sea "algo", sino "alguien", es decir, nosotros.
Y eso es cierto, porque Dios es perfecto y fiel a sí mismo, y también porque nos ama; precisamente debido a que nos ama, es que permitió el sacrificio de su Hijo Jesucristo, para que con su preciosa sangre limpiara nuestros pecados, pagando por todos ellos. Luego, Cristo al resucitar tres días después, nos abrió las puertas del reino de los cielo, donde nos espera (Juan 14:2). ¡Dios nos espera!
¿Pero qué debemos hacer mientras tanto para que nos escuche? ¿Cómo nos dirigiremos a él? Las palabras no son importantes, lo importante es lo que está detrás de ellas: amor, sinceridad, desesperación, sabiduría, angustia, tristeza, compasión, mansedumbre, piedad, humildad, fe. Todo eso (y aún más) lo percibe inmediatamente Dios.
Además, previendo que no es nada raro que hagamos las cosas equivocadamente, nos ha dado una serie de instrucciones:
. Lo importante, no sólo es pedir, sino buscar Y yo os digo: pedid y se os dará; buscad y hallareis. (Lucas 11:9)
. Lo importante no sólo es buscar, sino hallar (Lucas 11:9 y 10).
. Lo importante es no sólo hallar, sino reconocerlo, para darnos cuenta de que allí está la respuesta a nuestras oraciones. Esto se debe a que la respuesta puede estar ante nosotros, pero que no la reconozcamos. Por eso debemos tener cuidado, no sea que estemos mirando de manera equivocada, pues está dicho: no mirando nosotros las cosas que se ven, pues son temporales, pero las cosas que no se ven son eternas.(Lucas 4:18)
. Lo importante no sólo es reconocer, sino saber de quién proceden las respuestas a las cosas por las cuales oramos, para no ser engañados, ni por nuestra vieja naturaleza, ni por el diablo (el engañador) (1a. de Juan 4:1a).
. Lo importante no sólo es saber si las respuestas que obtenemos son de Jesucristo o de Dios, sino saber agradecer (Filipenses 4:6b).
. Lo importante no sólo es agradecer, sino comprometernos con Dios, y al hacerlo, entregarle a Jesucristo todo lo que somos, porque entonces alcanzaremos la paz de Dios (Filipenses 4:7).

domingo, 5 de septiembre de 2010

Credulidad y fe

Diversas circunstancias, en algunas de las cuales yo he incurrido, me conducen a hacer esta reflexión. Y la expongo, porque quizás sea útil para otros, porque sin darnos cuenta, muchas veces creyendo actuar por fé, caemos en la credulidad.
Credulidad es creer sin bases reales para tener fe; es un autoengaño.
Es relativamente fácil caer en la credulidad. Por ejemplo: en general pensamos que todos en la iglesia participan en la misma fe, y se rigen por el temor de Dios y el cumplimiento de sus mandamientos, lo que nos hace actuar con una confianza infundada ante las personas que acuden a ella.
Pero esa "confianza" es credulidad; muchas malas experiencias que acaban alejando o lastiman a algunas personas, se basan en que confiaron en quienes no debían hacerlo.
En la iglesia no todos participan de la misma fe, no todos sienten temor de Dios, y casi nadie se rige siempre por sus mandamientos y los cumple. Esto no debe escandalizarnos, ya que nosotros mismos fallamos más de lo que nos gusta admitir en el cumplimiento de los mandamientos de Dios.
También se nos olvida que no todos los miembros de la iglesia han crecido igualmente en la fe; es decir, se encuentran en la iglesia desde los bebés en Cristo (los recién convertidos) hasta los ancianos, que tienen una larga experiencia en la Palabra de Dios y han recorrido largos trechos bajo su guía. De modo que, aún cuando todos sean creyentes (lo cual luego veremos que no es así), no todos entienden de la misma manera las cosas de Dios. Por lo tanto, si esperamos de los demás cosas que ni siquiera entienden, y que no están en posibilidad de hacer, también caemos en una actitud crédula.
Las personas que recientemente han recibido a Cristo en su corazón y las que no se han ocupado mucho de su crecimiento espiritual, tienen que ir conociendo poco a poco, el plan que Dios tiene para nosotros, y encaminar su vida de acuerdo con él. Eso lleva tiempo de estudio, y requiere dedicación y experiencia. La posibilidad de que ellos fallen ante nuestras expectativas es alta, y el hecho de que les atribuyamos características que no tienen aún, también es credulidad.
Podemos preguntarnos: ¿y los ancianos? ¿esos no se equivocan? Desde luego que se equivocan, nadie es perfecto en este mundo; pero los ancianos tienen más recursos para rectificar y acudir a Dios para que los reconduzca por el camino verdadero.
La persona que acaba de convertirse es como un bebé, que no resiste el alimento sólido que se encuentra, por ejemplo, en los libros más complejos de la Biblia, sino que necesita la leche espiritual no adulterada (1a. de Corintios 3:1 y 2, y 1a. Pedro 2:2) que derrama con generosidad el Evangelio de Juan.
¿Lo anterior quiere decir que no debemos confiar en nadie? Lo anterior sólo tiene el propósito de que antes que confiar en las personas, y aún en la iglesia, confiemos en Dios y le pidamos su consejo, y que no decidamos nada sin antes reconocer y confirmar que ese consejo que hemos recibido procede de Dios, y no es la respuesta que queremos oír apoyados en nuestros propios deseos.
La credulidad no sólo afecta a los individuos. Es posible también, que tanto una persona, como un grupo, o la iglesia misma, cometan actos de credulidad, porque nuestra vieja naturaleza (la de antes de recibir a Cristo en nuestro corazón) persiste en tratar de hacernos ver que podemos hacer las cosas por nuestro propio esfuerzo, es decir, sin Dios, y disfrazar de legítimos nuestros deseos humanos.
Al hacer lo que nos parece, independientemente de Dios, nos convencemos a nosotros mismos de que las cosas son como las vemos, y no consultamos el parecer de nuestro Padre Celestial, ni de nuestro Señor Jesucristo, y tampoco escuchamos las reconvenciones del Espíritu Santo, que nos invita a recapacitar.
Caer en la credulidad es relativaente fácil, en la medida en que nuestro orgullo nos hace ver las cosas como no son, sino como nosotros queremos que sean.
Por otro lado, cuando el apóstol Juan dice en una de sus epístolas (cartas) que seamos prudentes y probemos los espíritus (1a. de Juan 4:1), nos alerta para que no seamos crédulos.
Esto es importante, porque alrededor del creyente, y aún en la iglesia, pueden encontrarse anticristos, agazapados bajo una piel de cordero (1a. de Juan 2:19). Éstos buscan engañar, crear disensión, enfrentamiento, debilitar la fe, provocar amargura, inflar el orgullo, y en fin, hacer todo lo posible para que la vida de los hijos de Dios no tenga fruto.
Recordemos que los creyentes luchamos por prevalecer en Cristo contra ángeles, principados y potestades del mal, que aún cuando no nos pueden quitar la salvación, tratan de dificultar nuestro desarrollo espiritual al servicio de nuestro Señor (Romanos 8:38 y 39).
Pero si ya cometimos el error de actuar con credulidad, y nos enfrentamos a sus consecuencias, arrepentidos acudamos sin más dilación a Jesús, de rodillas, para pedirle perdón y ayuda. Él nunca nos fallará; es más, está esperando que lo hagamos (Mateo 11:28 y Juan 6:35).
Aprender la lección es duro, pero uno puede resultar enriquecido. Del arrepentimiento sincero y el perdón de Dios están hechas muchas de las más grandes obras. Lo importante es que en todo este proceso no se debilite nuestra fe y la esperanza en la salvación que Jesucristo puso a nuestro alcance.
La fe es "la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve" (Hebreos 11:1).
La fe está fundamentada en Dios, y es contraria a la credulidad, que está fundamentada en la percepción y el parecer humanos (opiniones, deseos, valores, caprichos personales, etc.).
Por fe en que Jesucristo, el Hijo de Dios, con su sacrificio hizo posible la salvación, es que los creyentes han orado, arrepentidos, pidiendo que el Salvador entre a su corazón y transforme sus vidas. Y al hacerlo, han alcanzado ese divino regalo que es su salvación personal (si nunca has orado de esta manera, ahora es cuando debes hacerlo, y tendrás acceso a ese inigualable regalo que cambiará tu vida llenándola de paz).
Ésto, que para otros puede parecer locura (1a. de Corintios 1:18), para el creyente es un hecho claro, que ha vivido y ha marcado sigificativamente su existencia.
La fe en Dios y el conocimiento de su Palabra en la Biblia, salva, consuela, da fuerza, da vida, sana, esclarece, facilita la comprensión, anima y encauza la vida de los creyentes.
Así que, cuando oremos, pidamos al Señor, como los apóstoles: "Auméntanos la fe", porque sin fe es imposible agradar a Dios (Hebreos 11:6).
Por lo tanto, aún cuando hayamos caido en la credulidad, Dios nos tenderá su mano y nos hará salir adelante. Su respuesta confirmará que hemos aprendido la lección, porque "a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan para bien" (Romanos 8:28).
Sellados, así, nuestros corazones para Dios, seamos prudentes para dejar atrás las actitudes crédulas, que tanto daño nos hacen, y alimentemos la fe, que nos acerca a él y nos hace gozar en obediencia y amor.

Poema 14

De pie sobre la roca miro el cielo,
lluvia de consuelo está cayendo.

De pie sobre la roca miro de frente,
veo el camino que se está abriendo.

De pie sobre la roca estoy presente,
la firme roca me está sosteniendo.

De pie sobre la roca me cuidas con celo,
y, poco a poco, voy creciendo.

De pie sobre la roca extiendo mis manos,
ellas se enlazan con todos mis hermanos.

De pie sobre la roca a Dios adoramos,
sustento de amor en el que confiamos.

Poema 13

Al estar en tu Palabra das respuestas,
y a tu decisión se inclinan nuestros actos;
elaboras el desenlace y, aún, lo esperas.

Para salir de nuestra confusión, tu ayuda está dispuesta;
nos das las palabras, guías nuestros pasos,
y admirados preguntamos: ¿Es de veras...?

El sembrador y el cosechador se encuentran
cuando derramas tu amor en nuestra vida,
aparece, entonces, del Espíritu la voz amiga,
y de emoción nuestros corazones tiemblan.

Te llamará el condolido en su aflicción
confiando en tí, y también el pobre,
en tu gracia responderás cada oración.